De la ventana hacia afuera: la noche de cuarto creciente. De la ventana hacia dentro: la voz de Harrison que sale por los parlantes y se mezcla con el choque de los hielos en el Johnny Walker del vaso retaco; las telas manchadas; los papeles manchados; los papeles con tinta; los incontables renglones de tinta negra. Yo, por mi parte, sé donde tengo que estar, y me basta un corto movimiento de cabeza para saber que la luna sigue ahí, siempre en su órbita.
No sé, creo que estas líneas deberían ser más fáciles de escribir. Sobre todo porque después seguramente pensaré que son sólo más palabras, más tinta. Sin embargo, hoy tengo esta sensación: haber estado así siempre, no siempre claro, pero años, sí, muchos largos años quizá. Me pregunto si en estos años, mis años, no habré hecho más que germinar en mí algo sólo para mí. Alimentarlo. Cuidar lo que tan fecundo y casi necesario creí -y creo, de hecho- para el autoconocimiento y la creatividad. Algo que invariablemente busque, tan convencido en parte, e invariablemente padecí, en tantos momentos. Y es que si bien rara vez no estuve acompañado, la presencia central siempre fue otra cosa; fue la ausencia, o mejor, la presencia de la soledad. Presencia que ha sido mi hogar secreto, adondequiera que esté. Siempre fue la ventana, aunque cambie el paisaje. Fue mi habitación y mi taller, aunque cambien las direcciones; los vasos aunque cambien los vasos; los libros aunque cambien los libros; la luna, pero la luna es siempre la misma.
De no tener la soledad durante estos años -muchos largos años quizá- no hubiese pintado, no hubiese creado. Tomaría más, quizá, o no, porque la soledad también es eso, es tomar. Es vino o whisky. Vaso tras otro, cigarro tras otro. Puede resultar lacerante: el corazón golpea demasiado fuerte. También a veces la soledad es desolación, es perdida. Mucha gente no puede soportar a alguien centrado en su soledad, simplemente se sienten menospreciados u olvidados. Finalmente se alejan, y todo se aleja, y todo pasa, todas las cosas. All things must pass, George. Al final quedamos la luna, la soledad y yo: los mismos tres de siempre. Y entonces lo lienzos, los oleos, el papel, los acrílicos, y simplemente soy yo. Yo conmigo mismo, con la soledad. La presencia de la soledad; sólo la soledad; la soledad sola.
Eventualmente, pienso que es algo con lo que podría llenarlo todo, sin necesitar de nadie. Pero justo en ese punto, en el que pienso no necesitar de nadie, entonces es otra cosa. No es necesitar, sino que sencillamente es querer. Y cuando no se trata de necesitar pero lo mismo se elige, se está ante un sentimiento más genuino y veraz. Por eso todo, incluso el amor, se hace más claro y honesto en la soledad. Porque aunque el amor sea el deseo de salirse de uno mismo, como dijo algún poeta muerto, no se opone necesariamente a la soledad. Porque todo ES en la soledad, en uno mismo, también, para poder ser realmente compartido. Y porque en última instancia, ni el amor ni la soledad se acaban, sólo vuelven y vuelven, Tardé mucho tiempo en darme cuenta de esto, muchos largos años quizá. Pensé que mi camino era en solitario; ahora es nuevamente la ventana… ¡y claro! Porque finalmente yo no soy una montaña ni un Zarathustra. Yo me siento parte de acá y de allá. La luna siempre en su órbita La certeza silenciosa en todos mis destinos. Muchos largos años, quizá. La luna sigue en su lugar. Muchos años.
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Rezar era como hablarle a alguien. O a nadie. Yo le rezaba más que nada a Jesús. O a Dios, que era lo mismo –porque, pese a ser padre e hijo, junto al Espíritu Santo eran la misma persona, los tres la misma persona. A la virgen también le rezaba bastante, pero con Jesús era distinto. Él era mi amigo.
Jesús, o Dios que era lo mismo, fue una persona importante en mi infancia. Él me enseñó que nada grande puede hacerse sin amor ni sacrificio. Me enseño qué es el perdón. Me enseñó que en el mundo hay pobres, que hay injusticia, pero que algún día de los desposeídos será el reino de los cielos. Jesús me enseño, también, qué es la muerte, pero eso lo entendí recién años más tarde.
Yo era amigo de Jesús y no de Dios –aunque eran el mismo- porque ese tipo crucificado era mucho más querible, más para mí que siempre me hacía amigo de los que se portaban mal. Jesús era un provocador que traía su verdad, su causa, y la llevaba hasta el final. Se sacrificaba por mí. Se sacrificaba por todos, pero sobre todo por los pobres, los esclavos, las putas, los marginales. Si yo fuera cristiano intentaría ser como él. Y si todos los cristianos intentaran ser como él ¿cómo sería el mundo?
Un día empecé a tener problemas con los cristianos. Y otro día empecé a tener problemas con mi amigo Jesús. Además fue un día de esos, por esa época, cuando finalmente entendí qué era la muerte, la que me había enseñado Jesús antes, pero que yo no había entendido entonces. Un día de esos fue lo de Pablo, un amigo mío, un amigo en común con mi amigo de la cruz. Ir a la escuela fue triste esos días. Hasta ese momento había sido ingenuo, me di cuenta, no sabía ni lo que podía hacer un ataque de asma, Fue la primera –y hasta ahora la última- vez que fui a un velatorio. Fue cuando entendí que yo también iba a morir algún día y, para peor, se me ocurrió que a lo mejor no había otra vida después de esta, que quizá era sólo la muerte, el apagón total. Ese pensamiento me torturó como a un Cristo- durante un largo tiempo. Lloraba a la noche, cuando me acostaba y pensaba en mi muerte. Tuve que inventarme otra visión de la vida: entender que esta vida era tal vez la única, sólo una e irrepetible, y que ahí estaba su valor, su encanto, su locura. Aunque el pensamiento de la muerte nunca se fue. Todavía me acuesto y pienso que voy a morir ¿cómo? ¿cuándo? Pero ya no me torturo ni lloro, hasta a veces me divierte pensar en mis posibles finales.
Me han dicho que los hábitos, los vicios, no se dejan, sino que se cambian por otro. Creo que por eso fue que por esa época, cuando perdí a Jesús y descubrí a la muerte, dejé de rezar y empecé a escribir. Que es más o menos lo mismo. Escribir es como hablarle a alguien, o a nadie; puede ser la oración de un ateo con cierto cariño hacia Cristo, cierto resquemor con los cristianos y cierta obsesión con la muerte.
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– Lo malo de la música hoy es que ya nadie sabe de música – dijo Nelson misteriosamente.
Marcos permanecía concentrado en su tarea
– Y no sé, hay mucho para escuchar.
– Ajá – dijo Nelson – Hay tantos discos esperando en la net, tantos estilos tan poco consultados. Con la electrónica, sobre todo, hay tantos subgéneros que… Apurá con eso, es tarde y sigo demasiado lúcido.
– Ahí va, che – se quejó Marcos – Serví otra ronda mientras tanto, todavía ni apareció Emilio.
Nelson siguió la orden. El índice y el pulgar de Marcos desarmaban lo que llovía sobre la mesa.
– En este momento, pensá… – sugirió Nelson, insistente – Cuantos locos habrá buscando sonidos en garajes de todo el mundo, entre pedales, laptops, samplers. Y a su vez, tantos otros queriendo acceder a eso, saborear hasta el centro cuando apenas llegamos a probar los bordes.
Vaciaron sus vasos casi al mismo tiempo. Marcos armaba intentando dominar su pulso, que dejaba mucho que desear.
– ¿Tenés un billete?
– A ver… por acá – dijo Nelson, acercando uno con la cara de Belgrano.
El billete envolvió, comprimió, dio forma y devolvió a la mesa al ya armado y listo para morir. Sólo chispa, sólo chispa, no, vamos, ahí está.
– Eso fue papel – informó Marcos, con una mueca de asco.
De nuevo, sólo chispa, no, vamos, fuego.
– Eso no – rió y dejó escapar un poco de humo.
El perfume agridulce sedujo a Nelson que miraba en la oscuridad el rostro iluminado de su amigo que tenía los ojos muy abiertos, después muy cerrados. El humo se desparramaba por el techo.
– Voy a poner música – dijo Marcos
Nelson contuvo el humo largamente y no sin esfuerzo, hasta liberarlo cuando empezó a toser. Le dio un bajón a su cerveza. Marcos seguía esperando al que no iba a venir con sus obras y no iba a hablar con él sobre la expo. Miró su reloj, recordando que por la mañana necesitaría de un cerrajero, hizo un calculo de horas de sueño y volvió a pensar en la expo. Pero cada vez sentía menos preocupación, porque ahora el pulso comenzaba a acelerarse y la sonrisa se dibujaba a lo largo de las conversaciones que se desdibujaban. Unos acordes familiares llegaban a sus oídos entre el humo y las voces, y entonces era la típica escena, el paladar se resecaba rápido y la cerveza seguía fría. La noche daba paso a la típica noche y los minutos transcurrían como los típicos minutos.
-Por mí está bien.
A Nelson no le gustaba para nada quemarse los dedos.